lunes, 26 de octubre de 2009

La deforestación crea nuevos desiertos.

La presencia del bosque determina un intercambio constante de dióxido de carbono y oxígeno entre los organismos vivos y la atmósfera. Las plantas consumen el dióxido de carbono y liberan oxígeno; cuando mueren, ocurre lo contrario.

La desaparición de bosques, por otra parte, afecta el ciclo del agua, necesario factor de equilibrio del clima y los cambios atmosféricos.

La deforestación modifica los procesos de evaporación y el régimen de lluvias, con cambios climáticos inmediatos que repercuten sobre las posibilidades de supervivencia de gran cantidad de especies, en apariencia no afectadas en forma directa.

La quema anual de 13.500 km2 de bosque tropical, para transformar el terreno en áreas de cultivo o pastoreo, lleva a la desertización. Se llama así al proceso por el cual un territorio que no tenía las características climáticas de los desiertos naturales termina por adquirirlas, a causa de la destrucción de su cubierta vegetal y de la erosión.

Como consecuencia de ello los suelos se empobrecen y las partículas más pequeñas se vuelan por el viento, o bien escurren con las lluvias.El suelo fértil y productivo, que necesita cientos de años para formarse, es también inestable.

Para mantener la cohesión y firmeza de sus partículas, requiere de las plantas y especialmente de sus raíces. Y si las plantas son taladas, la erosión debida al agua y al viento deja pronto al descubierto la roca viva que, sólo tras el paso de muchísimos años, podrá volver a ser aprovechada por los vegetales.

En suma, tanto la agricultura como los caminos, las represas y los asentamientos humanos son necesarios; y en territorios nuevos, no pueden hacerse sin deforestar. Pero la eliminación de especies arbóreas no debe exceder ciertos límites; si no existen planes de reforestación racionales, esa intervención sobre el ecosistema tendrá consecuencias gravísimas para la cadena alimentaría y para la vida misma.

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